Los poderosos y los descartados de la Tierra, todos con Francisco

Santa Misa Exequial del Sumo Pontífice Francisco

Todo. Todo el mundo estaba realmente allí hoy en la Plaza de San Pedro. Tan llena de gente que no cabía nadie más. Y luego en Via della Conciliazione, en las calles de alrededor, y de camino a Santa Maria Maggiore. Estaban todos, todos, todos.  Como tantas veces repitió el Papa Francisco desde la Jornada Mundial de la Juventud hasta su despedida final el día de la Resurrección del Señor: «Felices Pascuas a todos».

Estaban los ancianos y los niños, incluso de pocos meses, traídos por sus padres para ser testigos con sus jovencísimas vidas de un momento especial. Y estaban (no tan mayores al fin y al cabo) los adolescentes, muchos, muchísimos; como llamados por una dirección que les trasciende a ellos y a nosotros para tomar el testigo de la fe de un Papa que sabía hablar su idioma, y retarles a creer, a esperar, a soñar, a demostrar que es posible vivir en paz, y construir paso a paso un mundo mejor. Vieron con sus propios ojos que la esperanza, que les trajo aquí para su Jubileo, trasciende la muerte. Había sacerdotes, muchos, concelebrando.  Obispos, cardenales, laicos bautizados. Confirmándose mutuamente en la fe.  Estaban los poderosos de la tierra, los ricos y los pobres saludando a Francisco y pensando en cómo será el futuro. También estaban los no creyentes, o los creyentes de otras religiones. Amigos y también enemigos.

Todos escuchando las palabras de Pedro: "Me doy cuenta de que Dios no hace acepción de personas, sino que acoge a los que le temen y practican la justicia, pertenezcan a la nación que pertenezcan. Ésta es la palabra que envió a los hijos de Israel anunciando la paz por medio de Jesucristo: éste es el Señor de todos".

Todos recordando, con la homilía del cardenal Re, las palabras de Francisco sobre la paz, sobre la guerra que siempre es una derrota, y sobre la fraternidad que tantas veces negamos; sobre la necesidad de comprender que nadie se salva solo, y sobre la Iglesia como hospital de campaña, como hogar de puertas abiertas. Para todos.

Y todo el mundo estaba allí, todo el mundo estaba realmente allí hoy. Como cuando la misma Plaza de San Pedro se llenó con la sola presencia del Papa Francisco, durante la Covid, estaba realmente todo, el mundo entero conectado a través de todos los instrumentos de comunicación. Y bajo un cielo sin nubes, también se reveló de forma misteriosa el sencillo secreto de la comunión que une a toda la humanidad, al pueblo de Dios, unido en un único abrazo. Posible. Verdadera. Bajo la mirada de todos. Como en una tregua para un día especial. De celebración. Un día donde los misterios del Rosario son los gloriosos. Que convierte la tristeza en canción. Y celebra la muerte y la vida juntas.  La muerte y la resurrección.

Lo que también significó el aplauso espontáneo ante el féretro, levantado como en una despedida mutua: un adiós más que una despedida. Y un compromiso. Que nos concierne a todos. A nadie excluido.

FUENTE: VATICANNEWS