La tormenta perfecta acecha a Bolivia, el país más vulnerable a la crisis climática de América del Sur

El comunario Erasmo Persona debe llevar a pastar a sus llamas, alpacas y vacas mucho más arriba porque se han secado los humedales de los que se alimentaban, en Siete Lagunas, una comunidad de origen aimara a más de 4.000 metros de altura en el altiplano boliviano. Gabriel Pari, máximo responsable medioambiental del municipio boliviano de El Alto, se desespera al comprobar por sí mismo que no corre ni una gota de agua por el canal que une la represa de Jankokhota con la de Milluni, un embalse con capacidad para 10,8 millones de metros cúbicos que abastece a esta ciudad y a parte de La Paz. Ahora solo alberga el 12% del agua que puede acumular, un líquido “desgraciadamente” teñido de rojo y amarillo por los desechos de la industria minera. A la niña Luz Ferro le preocupa que la falta de agua obligue a cerrar las escuelas pacenses, como ya ocurrió durante la sequía de 2016 y el pasado octubre como consecuencia de la contaminación del aire. Y Juana, una activista medioambiental que prefiere mantener su nombre verdadero en el anonimato para evitar las represalias de los madereros que talan la Amazonia boliviana, lamenta los “incendios” aún activos de los que “casi nadie habla” y apunta a la deforestación como una de las grandes culpables de la sequía que golpea a Bolivia desde 2022.

Los testimonios de estas cuatro personas ponen voz a la catástrofe ambiental que sufre Bolivia, donde siete de sus nueve departamentos ya han declarado la emergencia por la sequía y donde los incendios han devastado casi tres millones de hectáreas de la Amazonia boliviana (dos veces Ciudad de México), según la Defensoría del Pueblo, y han dejado grandes capas de contaminación que han llegado a las grandes ciudades del país. El Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, se encuentra en su nivel más bajo desde que existen registros y en noviembre se rompieron 15 récords históricos de temperaturas máximas en distintos sitios del país, según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología. Los precios de la canasta básica, como la papa o la oca (tipos de tubérculo), se han llegado a triplicar por la caída de la producción a la que ha abocado la escasez de agua.

Lecho de la represa de Milluni, que se encuentra al 12% de su capacidad. El color de la tierra es producto de los pasivos ambientales arrojados por las minas que se asientan en los alrededores.

MANUEL SEOANE

Pero en este país, el más vulnerable al cambio climático de América del Sur y el que más puede verse afectado por la falta de agua de todo el continente, según el índice de la universidad estadounidense de Notre Dame, la situación empeorará con la llegada de El Niño, prevista para principios de 2024: este fenómeno cíclico se traducirá en el altiplano boliviano en una ausencia total de lluvias. Y si antes de que arribe El Niño continúa sin caer precipitaciones, El Alto y La Paz, segunda y tercera ciudad más pobladas del país, respectivamente, se quedarán sin agua en febrero, según prevén las autoridades de Gestión Ambiental de los dos municipios. También sufrirán la escasez las zonas que rodean estas urbes, como Siete Lagunas, lo que obligará a muchos de sus habitantes a migrar a ciudades que ya tienen dificultades para proporcionar recursos suficientes a sus ciudadanos.

Mientras se avecina la tormenta perfecta que amenaza con secar los grifos de Bolivia, autoridades políticas, instituciones públicas y privadas y la sociedad civil buscan soluciones para resolver los problemas de abastecimiento e implantar hábitos de ahorro. En una tierra donde el vínculo con la naturaleza de los pueblos originarios sigue siendo palpable, algunas comunidades han organizado incluso ofrendas y rituales en los lugares más elevados del altiplano para suplicar por el fin de la sequía a la Pachamama o Madre Tierra, la divinidad presente en el imaginario de los pueblos andinos formada por tierra, agua, fuego y aire.

Tierra

Erasmo Persona, habitante de la comunidad de Siete Lagunas, en el altiplano boliviano, conversa sobre la sequía que afecta al lugar, con tres de las lagunas que dan nombre a la comunidad a sus espaldas.

MANUEL SEOANE

La falta de agua es tan evidente en Siete Lagunas que dos de los lagos que le dan nombre están completamente secos. El tanque donde almacenan el agua subterránea se encuentra al límite y solo dos gotitas, literalmente, salen al abrir el grifo de la escuela en el que 52 niños deberían lavarse las manos antes de comenzar las clases. Ninguna, sin embargo, del grifo de la cocina comunitaria.

Erasmo Persona no quiere abandonar ese lugar, la tierra que le dejaron “sus padres y abuelos” y en la que ha vivido durante sus 57 años de vida. Aunque su rosto, curtido por el sol que cae sobre aquel suelo a unos 4.200 metros de altura, cambia a una expresión más melancólica cuando pisa con fuerza y levanta musgo seco con la punta del pie. “Aquí pastaban antes nuestros animalitos, cuando no había sequía”, dice.

La tierra que acaba de remover Persona era antes un bofedal, un pastizal con humedad permanente en el que viven plantas acuáticas, que antes de la sequía se extendían por el altiplano. Pero cada vez cuesta más encontrarlos. El jilakata David Poma, jefe de Siete Lagunas, lamenta que han perdido aproximadamente “el 30% del ganado” y que el que queda “está mucho más flaquito”, porque la falta de agua influye en la calidad y cantidad de las hierbas que ingieren. “No nos lo quieren comprar”, se aflige. Y aunque todavía tienen animales suficientes para el autoabastecimiento de las 96 familias que viven en la comunidad, el desplome de la venta de carne les ha acarreado una importante pérdida de ingresos.

El ‘jilakata’ David Poma, jefe de la comunidad de Siete Lagunas, revisa la humedad del suelo de la zona de cultivo de la escuela.

MANUEL SEOANE

La sequía también ha afectado a las cosechas. “Sin lluvia, la papa tarda en salir y nacen menos y más pequeñas”, se queja Poma. Pero, además, ahora pueden cultivar menos terreno, añade Persona: “Aquí la tierra es muy rocosa y está en pendiente, así que, si no hay agua, el suelo está demasiado duro” como para cultivarlo. Porque sus métodos siguen siendo artesanales. “Barbechar, carpir y preparar la tierra con nuestro abono de oveja”, describe el comunario. Un “gran esfuerzo” en un lugar en el que la altura vacía de oxígeno los pulmones.

La caída de la producción de la patata en Bolivia —es el tercer productor de este tubérculo de América del Sur después de Colombia y Chile, según la FAO (Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura)— es generalizada. “La sequía ha provocado una falta de papa, lo que ha llevado a su vez a un incremento de los precios de la canasta familiar en los productos que provienen del Altiplano. No solo de la papa, sino también de la oca, el aba o el maíz”, explica Roberto Rojas, experto medioambiental de Educo, una ONG que trabaja en la zona con programas pedagógicos sobre el ahorro de agua, entre otras temáticas. “Tradicionalmente, la arroba [11,502 kilogramos] de papa costaba unos 40 o 50 bolivianos [entre 5 y 6,5 euros], pero desde el año pasado ha subido a 100 o 130 [entre 13,4 y 17,4 euros]”, añade. Por ello, continúa, “muchas de las familias productoras del Altiplano han tenido que cambiar de rubro”.

Muchos jóvenes, reconoce Poma, “piensan en marcharse a la ciudad”. El jilakata busca, sin embargo, alternativas para garantizar la supervivencia de su pueblo. “Nosotros hemos comprado para esta temporada semillas de gran calidad porque el año pasado no pudimos obtenerlas de nuestra cosecha, pero también dependemos del buen tiempo, de que llueva…”, explica. La otra vía de subsistencia, reclama Poma, pasa por nuevas canalizaciones para extraer agua subterránea. “Necesitaríamos solo financiación para comprar los materiales, porque la mano de obra ya la ponemos en la comunidad”, ruega. Persona asiente: “Aquí, nos ayudamos todos, es nuestra tierra”.

Agua

Laguna situada aguas arriba de la represa de Milluni, visiblemente contaminada por la minería, el pasado 21 de noviembre.

MANUEL SEOANE

Apenas baja agua por el canal que une la represa de Milluni con la planta de tratamiento de Alto Lima. De ese hilo anaranjado, mezcla de restos mineros de hierro, azufre, estaño y cobre, bebían antes las llamas y alpacas de la zona. “Los comunarios ya no dejan que beban allí porque los animales enfermaban de diarrea y morían”, explica Roberto Rojas. Es la misma agua que toman en El Alto y parte de La Paz tras su paso por las instalaciones de purificación.

 

Gabriel Pari, máxima autoridad ambiental de El Alto, sube a 4.500 metros de altura, con ropa de montaña y casco blanco, para comprobar en persona el estado del embalse de Milluni. Se molesta al verificar que no fluye una sola gota de agua por la canalización que lo une con la represa de Jankokhota y llama inmediatamente a algún responsable de EPSAS (Empresa Pública y Social de Agua y Saneamiento de Bolivia), la gestora estatal de estas represas, para saber qué ocurre. Cree que es una “operación de mantenimiento” para evitar que las canalizaciones pierdan agua. Porque Milluni, que está al 12% de su capacidad, según los últimos datos de los que dispone Pari, no se puede permitir ni un solo escape. Según un estudio de EPSAS, se pierde el 27% del agua que se limpia en la planta de tratamiento antes de llegar a El Alto por el estado de las canalizaciones.